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Abel Alarcón, Bolivia, 1881
Pascua
Elevó, adusto, el sacerdote anciano
de ácimo pan la nítida blancura;
trazó el signo de un símbolo su mano
y consumó la mística figura.
Plegóse en el altar velo liviano
y ante el pueblo, en beatifica postura,
fulguró el sol flamante y soberano
de la enorme custodia, su hermosura.
Un torrente de luz bañó las naves;
hubo explosión de gloria en el himnario;
surgieron del armonio notas graves;
cuando entre el humo undívago del ascua
del coro voló un ave al campanario,
la campana mayor repicó a pascua.
La abadesa
Por el jardín paseaba la Abadesa
leyendo una oración de su breviario.
Sus ojos eran de un azul turquesa,
su tez como el marfil de su rosario.
Así cruzaba la divina obsesa,
defendida de un mal imaginario,
por aquel corazón que su pureza
bordara en su bendito escapulario.
Junto a la hoja sagrada que leía,
tierna recordación, simbolizada
en una seca flor la entristecía.
Cesó su labio de moverse en rezo,
su pena se vertió cristalizada,
y en la cruz y en la flor puso su beso.
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