Alfonso Reyes,   México, 1889


Visitación

–Soy la Muerte– me dijo. No sabía
que tan estrechamente me cercara,
al punto de volcarme por la cara
su turbadora vaharada fría.

Ya no intento eludir su compañía:
mis pasos sigue, transparente y clara
y desde entonces no me desampara
ni me deja de noche ni de día.

–¡Y pensar –confesé–, que de mil modos
quise disimularte con apodos,
entre miedos y errores confundida!

«Más tienes de caricia que de pena».
Eras alivio y te llamé cadena.
Eras la muerte y te llamé la vida.


Ausencias

De los amigos que yo más quería
y en breve trecho me han abandonado,
se deslizan las sombras a mi lado,
escaso alivio a mi melancolía.

Se confunden sus voces con la mía
y me veo suspenso y desvelado
en el empeño de cruzar el vado
que me separa de su compañía.

Cedo a la invitación embriagadora,
y discurro que el tiempo se convierte
y acendra un infinito cada hora.

Y desbordo los límites, de suerte
que mi sentir la inmensidad explora
y me familiarizo con la muerte.


Caricia ajena

Exhalación clara que anhelas
–a no perturbar un temblor–
por iluminar si desvelas,
por dormir si enciendes amor.

Desde el hombro donde reposas,
caricia ajena, ¿cómo puedes
regar todavía mercedes
en complacencias azarosas?

Tu fidelidad sobrenada
en vaga espuma de rubor,
y te vuelves toda entregada
y regalas, desperdiciada,
los ojos cargados de amor.


Apenas

A veces, hecho de nada,
sube un efluvio del suelo.
De repente, a la callada,
suspira de aroma el cedro.

Como somos la delgada
disolución de un secreto,
a poco que cede el alma
desborda la fuente de un sueño.

¡Mísera cosa la vaga
razón cuando, en el silencio,
una como resolana
me baja, de tu recuerdo!


 
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