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Alfredo Collado Martell, Puerto Rico, 1900
Tarde del Viernes Santo
Las campanas en la tarde del viernes,
no repican. El suelto badajo
es ahora, a manera de índice
muerto, sin alma...
A las campanas, en la tarde del viernes
reemplaza
el sonido hueco y sepulcral
de una vieja matraca...
Y aviva en la mente lírica
el gangoso chirriar de las tablas,
memorias de páginas sueltas,
vislumbre de antaño,
cosas que fueron
en épocas santas...
Tarde de lluvia;
lentas, lentas, sobre el mohoso tinglado
de pino, de roble
y de lata,
tocan también, dolorosamente,
lluvias divinas,
que son lágrimas...
Sigue su queja monótona y ronca
la vieja matraca,
y palpita en el alma que rige la vida
una evocación serena de historia sagrada,
–látigos, lanzas, Pilatos, Caifás, Judas–
¡Cuántas imagenes!
Cristo, la Virgen María
y la Magdalena, tierna, liviana:
la plebe revuelta
y sarcástica,
la plebe que jura y maldice,
la plebe que acepta y acata;
y rodeando a Jesús en el Gólgota,
soldados que fuero heroicos,
legiones romanas...
Después, después,
tres cruces simbólicas en el montículo árido;
un vuelo de nubes, centellas y truenos;
y por último, el llanto infeliz que vierte una madre...
Tarde del viernes,
no cantan ni rezan las sonoras campanas;
están mudas de pena...
Llueve... Y sigue gimiendo el sonido monótono y lánguido
sobre la torre vetusta:
es que llora piadosa
la vieja matraca...
El mundo medita:
y del púlpito regio, con signo de alarma,
cae sobre las nucas altivas
del pueblo humillado,
del pueblo que acata o maldice,
el cuento divino, la leyenda rosada
que tuvo Jesús
en su boca de mártir,
sangre y espiritu,
en forma de Siete Palabras...
Tarde del viernes:
no vibra el repique de las nobles campanas
toca por ellas, en la torre vetusta,
una vieja matraca,
ronca, sepulcral,
monótona y lánguida...
¡Padre nuestro que estás en los Cielos,
ten piedad de mi alma...
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