Ana Antillón,   Costa Rica, 1934


Blanca, liviana fuerza...

Blanca, liviana fuerza de la altura,
apoyando su peso en los fríos velos,
descubre heladas llamas de antro fuego;
el pesado vapor y la blancura
de la sedosa piel corre a los suelos,
en soledad de grises de ebrio juego.

Cristalinas, muy frágiles criaturas
develándose horrendas por lo blando
se descarnan danzantes en la nieve.
Deshorman hacia el hielo sus figuras,
pedacitos tan sólidos entrando
en la compacta masa de lo leve.


Es árbol triste...

Es árbol triste, seco y deshojado,
añoso y pensativo tronco,
rasgando los cabellos a las nieblas,
mirándose en un charco pantanado,
sorbiendo al trueno el resonido ronco,
verdugo deslumbrado de tinieblas.
Es un triste árbol; crece y no se muere,
con las raíces en la arena
y arraigadas las hojas en el viento;
caído espectro que en la luz se hiere,
herida sombra que en luces se envenena,
envenenada fuerza de lamento.


 
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