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Antonio Ros de Olano, Venezuela, 1808
El simún
La soledad lo aborta sin destino
sobre el páramo inmenso del desierto,
a su presencia duélese el mar muerto
y gime triste el campo palestino.
Con polvorosa crin borra el camino
y a su bochorno el caminante incierto
el cuerpo tiende, el hábito cubierto
del raudo y abrasante remolino.
¡Pasó!... y el tigre bota en la candente
arena en que el león ruge erizado
y silba y se retuerce la serpiente...
¡Pasó!... y en la quietud del despoblado
la ciudad solitaria del Oriente
llora con el Profeta su pecado.
Madre Naturaleza
¡Madre Naturaleza..! Yo que un día,
prefiriendo mi daño a mi ventura,
dejé estos campos de feraz verdura
por la ciudad donde el placer hastía,
vuelvo a ti arrepentido, amada mía,
como quien de los brazos de la impura
vil publicana se desprende y jura
seguir el bien por la desierta vía.
¿Qué vale cuanto adorna y finge el arte,
si árboles, flores, pájaros y fuentes
en ti la eterna juventud reparte,
y son sus pechos los alzados montes,
tu perfumado aliento los ambientes,
y tus ojos los anchos horizontes?
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