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Arístides Moll Boscana, Puerto Rico, 1885
El éxodo
¡Qué hermosa estás, montaña, con tu dosel tremendo
donde el naranjo prende sus flores de azahar!
En ti hallo más encantos que en la dorada playa
donde Oceanos graba sus labios de cristal.
Siempre en tu seno obscuro, con inefable beso
besó a mi alma enferma la virgen Soledad,
mientras que sollozaba, cual si estuviera triste,
el viento entre las frondas suspiros de Titán.
Diademas para novias en tus laderas forman
las primorosas flores que luce el cafetal,
y el gran epitalamio del sol y de la tierra
el río lo celebra con su chis-chas, chis-chas.
El verde lagartijo, que es símbolo de envidia,
oculto por las hojas medita una maldad
en torno de la abeja que liba rubio polen,
y femenina, al cabo, se pone a murmurar.
Turpiales charladores saludan a los cielos,
maestros carpinteros trabajan el guabal
y el cielo iluminado murmura a los oídos
de lianas y gencianas: Subid y progresad.
Sobre un flanco erguido sube una angosta senda,
roja como la herrumbre que muerde en el metal,
y que a mis ojos brilla con el fulgor siniestro
del traje que el poeta vistiera a Satanás.
Y por la senda baja, con paso perezoso,
legión de campesinos hacia los llanos va.
Son indolentes, pálidos, diríanse cadáveres
que echados de sus tumbas, van otras a buscar.
Sobre sus faces lívidas el desaliento impreso,
en sus ojos sin lustre la ausencia del afán...
No hay duda que la Muerte selló esas frentes bajas
que invitan las miradas, con su caricia ya.
Yo entonces les pregunto: ¿Do vais, amigos míos?
Y en una voz-sollozo que el monte hace temblar,
aquel tropel responde sin detener su marcha:
«No vamos, nos arrastra la horrible tempestad».
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