Atenógenes Segale,   México, 1868


El primer viático

Fue la primera vez esa mañana
que a mi Señor llevé junto a mi pecho
de un moribundo al doloroso lecho;
y la que iba a partir era mi hermana.

Lo pongo en el altar, que olores mana,
todo de prendas muy queridas hecho;
y recibo, ya en lágrimas deshecho,
las confesiones de su fe cristiana.

Calló su voz que dulce respondía,
y en su semblante de ángel resignado,
la luz de la esperanza sonreía.

Y le di el Cuerpo del Señor (que alado
le acompañase por la eterna vía),
con gotas de mis ojos empapado.


Corona de espinas

Cuando piensas a solas hijo mío,
con deleite visiones de impureza,
yo contemplo de Cristo la cabeza,
que vas de abrojos a ceñir impío.

Oigo crujir de un modo que da frío
las puntas que rechinan con fiereza
resbalando en el cráneo, que empieza
de carmín a brotar tibio rocío.

Ya te miran de lágrimas bañados
los ojos del Señor, tan dulcemente,
que ablandaran a tigres no domados.

Y, ¿tú sientes placer, y tu alma siente
que está bien, repitiendo los pecados,
de tales rosas coronar su frente?


 
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