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Aurelio Martínez Mutis, Colombia, 1885
Después de la despedida
El momento llegó de la partida.
Es hora ya de que el viajero ande.
Lloras y eres más bella entristecida:
yo estoy triste también, y amo mi herida
pues sé que es el dolor lo único grande
que hay en medio del barro de la vida.
Estamos juntos, sin decirnos nada.
Tu amor perfuma, mi pasión florece;
tiembla el llanto encendido en tu mirada,
pálida sombra en tus ojeras viste.
Lloras; y en tanto que el silencio crece,
yo me pongo a mirar cómo anochece
¡en tu mirada luminosa y triste...!
La calle, el libro, el oro del poniente
te hablarán al oído del ausente.
Oye: fija los ojos en la altura;
y mientras yo por el erial me pierdo,
sé buena, humilde y pura,
y calienta el jardín de tu ternura
¡con el rayo del sol de mi recuerdo!
Así te dije. Al fin llegóse el día
de marchar. La mañana estaba fría,
trivial e indiferente.
Las campanas sonaban.
Era el día de Ceniza. Lentamente
iban los transeúntes, y llevaban
la cruz de plomo en lo alto de la frente.
Nosotros con el rito no cumplimos
pues la ceniza en nuestro ser ya estaba.
Casi serenos, la piqueta oímos
que hora por hora en le olvido excava:
¿Qué importa una existencia que es mentira?
se agranda el sol cuando la tarde expira...
¡como el amor cuando el placer se acaba!
Juntas las manos en estrecho nudo,
te di el último beso, largo y mudo,
que fue como un sarcasmo de la suerte:
pues él me pareció, ya enlutecido
por la ausencia, a la hora de perderte,
¡un banquete de púrpura servido
en la misma antesala de la muerte!
Maldije, como farsa y como escoria,
nombre y esfuerzo, juventud y gloria,
nulos ante este idilio hecho pedazos...
Y dándote el adiós de despedida,
crucifiqué los sueños de mi vida
sobre la cruz de mármol de tus brazos.
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