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Carolina Coronado, España, 1823
La rosa blanca
¿Cuál de las hijas del verano ardiente,
cándida rosa, iguala a tu hermosura,
la suavísima tez y la frescura
que brotan de tu faz resplandeciente?
La sonrosada luz de alba naciente
no muestra al desplegarse más dulzura,
ni el ala de los cisnes la blancura
que el peregrino cerco de tu frente.
Así, gloria del huerto, en el pomposo
ramo descuellas desde verde asiento;
cuando llevado sobre el manso viento
a tu argentino cáliz oloroso
roba su aroma insecto licencioso,
y el puro esmalte empaña con su aliento.
¡Oh, cuál te adoro!
¡Oh, cuál te adoro! Con la luz del día
tu nombre invoco, apasionada y triste,
y cuando el cielo en sombras se reviste
aun te llama exaltada el alma mía.
Tú eres el tiempo que mis horas guía,
tú eres la idea que a mi mente asiste,
porque en ti se encuentra cuanto existe,
mi pasión, mi esperanza, mi poesía.
No hay canto que igualar pueda a tu acento
cuando mi amor me cuentas y deliras
revelando la fe de tu contento;
tiemblo a tu voz y tiemblo si me miras,
y quisiera exhalar mi último aliento
abrasada en el aire que respiras.
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