Enrique de Mesa,   España, 1878


Serenidad

Aquí, a la sombra de los pinos viejos,
descanso al repechar de la vereda,
quiero, mientras murmura el agua leda,
meditar la razón de tus consejos.

Transida el alma está de amargos dejos.
Sendero de dulzor o ruta aceda,
¿quién hay, humano que decirnos pueda
la dicha o el dolor que aguardan lejos?

De sol, silencio y soledad cercado,
huidera la pasión, la razón quieta,
lo más puro del alma se destila;

y el hombre, de sí mismo enajenado,
siente latir el ansia más secreta
y oye cantar el bronce de su esquila.


Erótica

Cayó sobre tu espalda
la llama de tu pelo,
quemó la blancura
su ondulación de fuego.

Entre los áureos rizos,
por el amor deshecho,
yo vi calientes, húmedos,
brillar tus ojos negros.

Sin desmayas, erguidos,
redondos, duros, tersos,
temblaron los montones
de nieve de tus pechos.

Y de amor encendida,
estremecido del cuerpo,
con amorosa savia
sus rosas florecieron.

El clavel de tus labios
brindaba miel de besos
y fue mi boca ardiente
abeja de sus pétalos.

De la crujiente seda,
que resbalara al suelo,
emergió su blancura
tu contorno supremo.

Y al impulso movido
de ardoroso deseo,
se cimbró entre mis brazos
y quedó prisionero.

Me abrasaban tus ojos,
me quemaba tu aliento,
y apagó las palabras
el rumor de los besos...


 
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