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Gaspar Núñez de Arce, España, 1834
La esfinge
La caravana por camino incierto
con recelosa indecisión avanza,
temiendo a cada paso la asechanza
de las nómadas tribus del desierto.
Por todas partes el espacio abierto
se pierde en fatigosa lontananza
y dondequiera que la vista alcanza
todo está triste, desolado, muerto.
Ni verde selva ni azulado monte
el mar limitan de infecunda arena
en que el dócil camello hunde su planta.
Y sólo al fin del diáfano horizonte
brillando al sol, inmóvil y serena,
la misteriosa Esfinge se levanta.
El amanecer
Al través de la niebla matutina
va apareciendo la rosada aurora,
y con su tenue claridad colora
el mar, la vega, el bosque y la colina.
El sol, que lentamente se avecina,
luchando con la sombra tentadora
aún permanece oculto, pero dora
las cumbres y las nubes ilumina.
Canta la alondra remontando el vuelo
dulces himnos de amor a la alborada;
abre la flor su perfumado broche.
Y por la muda soledad del cielo,
replegando su túnica estrellada,
en su negro corcel huye la noche.
Cuando el ánimo ciego...
Cuando el ánimo ciego y decaído
la luz persigue y la esperanza en vano;
cuando abate su vuelo soberano
como el cóndor en el espacio herido;
cuando busca refugio en el olvido,
que le rechaza con helada mano;
cuando en el pobre corazón humano
el tedio labra su infecundo nido;
cuando el dolor, robándonos la calma,
brinda tan sólo a nuestras ansias fieras
horas desesperadas y sombrías,
¡ay, inmortalidad, sueño del alma
que aspira a lo infinito! si existieras,
¡qué martirio tan bárbaro serías!
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