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Jesús Valenzuela, México, 1856
Don Quijote
Camina, de quimeras coronado,
seco y cetrino, con su rocín mansueto
ceñidos cinturón, adarga y peto
y al tizona en el siniestro lado,
el inmortal Quijote, el esforzado
paladín de ideal, loco discreto,
enardecido por su amor secreto,
distante siempre, pero siempre amado.
Es ficción y es verdad: así el fecundo
anhelo va por la intrincada senda
de la vida falaz y encantadora:
el mal y el bien luchando por el mundo;
en el desierto abrasador, la tienda;
y en la profunda oscuridad, la aurora.
Tú empiezas y yo acabo...
Tú empiezas y yo acabo la jornada...
Vespertino crepúsculo es mi vida
y la tuya una aurora suspendida
en la cumbre magnífica y alzada.
En la existencia yo no espero nada,
Tú llegas a la fuente apetecida
que con linfas purísimas convida
a emperlar la ilusión de la alborada.
Recuérdame en tus horas de ventura,
y más en el dolor, torvo y sombrío;
es una estrella la bondad, muy pura.
Está la noche próxima y oscura,
la barca de Caronte surca el río...
Mitiga en mi memoria la amargura.
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