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Joaquín Nicolás Aramburu, Cuba. 1855
Plácido
Tranquila el alma, la mirada quieta,
inocente, sin miedo y resignado,
llega al suplicio, a muerte condenado,
el gran mestizo, Plácido el poeta.
Rota la lira que cantó discreta
las glorias de su pueblo infortunado,
yace bajo las plantas de un soldado
que ni talento ni virtud respeta.
Ya cae el buen cubano sin mancilla;
Dios no ha escuchado su dolor profundo
por más que le invocara en la capilla.
Pero del genio que brillo fecundo
aún repite la voz en nuestra Antilla:
¡Ay, que me llevo en la cabeza un mundo!
La mañana en el sitio
Ya la primera luz de la mañana
baña el altivo monte y la colina
y, cual níveo celaje, la neblina
se reconcentra y flota en la sabana.
Por el techo, de verde palma cana,
se filtra el humo azul de la cocina;
pica, con sus polluelos, la gallina
el maíz que un muchacho le desgrana.
Relincha el potro; zumba la colmena
que sale en pos del néctar de las flores;
cerca del surco, de impaciencia llena,
la yunta está de toros bramadores
y el guajiro a la puerta de la choza,
bebiendo a sorbos el café, se goza.
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