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Jorge Isaacs, Colombia, 1837
Ten piedad de mi
¡Señor! si en sus miradas encendiste
ese fuego inmortal que se devora,
y en su boca fragante y seductora
sonrisa de tus ángeles pusiste;
si de tez de azucena la vestiste
y de negros bucles; si su voz canora,
de los sueños de mi alma arrulladora,
ni a las palomas de sus selvas diste;
perdona el gran dolor de mi agonía
y déjame buscar también olvido
en las tinieblas de la tumba fría.
Olvidarla en la tierra no he podido,
¿cómo esperar podré, si ya no es mía?
¿cómo vivir, Señor, si la he perdido?
Duerme
–No duermas,– suplicante me decía
–escúchame..., despierta–.
Cuando haciendo cojín de su regazo,
soñándome besarla, me dormía.
Más tarde, ¡horror! En convulsivo abrazo
la oprimí al corazón... rígida y yerta!
En vano la besé –no sonreía;
En vano la llamaba –no me oía;
La llamo en su sepulcro y no despierta!
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