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José Luis Cano, España, 1912
Atardecer
Deja que el amoroso pensamiento
dé a tu frente un temblor de agua invadida,
y deja que mi sombra, en la avenida,
acaricie tu seno soñoliento.
La tarde eres tú y yo, sin otro aliento
ni otro paisaje que la mar dormida.
La vida es tu silencio, la vencida
caricia de tu flor sin movimiento.
Duermen las aves su clamor. El cielo
boga su luz por tu mirada ausente.
Sueñan tus ojos a la sombra mía.
Sueña el aire en su orilla, y siento el vuelo
cálido de mi sangre. Dulcemente
va naciendo el amor, muriendo el día.
Besarte es soñar
Sí, besarte es soñar. Y acariciarte,
rozar, sorber el cielo más hermoso.
Pero si el tiempo puede, al arrancarte
tu belleza, tornar en doloroso
recuerdo aquel mirar enajenado,
aquel beso ardentísimo, aquel fuego,
volcán de amor, y aquel dulce sosiego
que sigue al jadear ebrio y callado,
¿Cómo sentir ligera, alada, pura
la dicha del amor, si está ya herida
por el mal que vendrá, nube de muerte,
tiempo ya gris que empaña la hermosura
cuando empieza a dar fruto, y más erguida
arde su luz, y duele más perderte?
Espumas
Este cuerpo de amor no necesita
quemar su luz en otra ardiente rama.
La lava en que se quema y que derrama,
por su propio volcán se precipita.
Tu hermosura sin voz sólo me incita,
no un corazón ni el vuelo de una llama.
Mi alimento es mi amor, y lo que ama
mi sangre, es esa piel, que un astro imita.
¿Qué esconde esa belleza? Sólo espumas,
Oh hermosa nada que a mi amor convoca,
raudo cielo sin Dios, mar sin secreto.
Pero besar todas sus dulces plumas
es ya el único sino de esta boca,
la única gloria ya de este esqueleto.
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