José María Egas,   Ecuador, 1896


Figulina

Pasas con chic de aristocracia suma
frívolamente sobre mis martirios.
Pareces hecha con blancor de espuma
o levedad finísima de lirios!

Una serena majestad reviste
tu vida espiritual que sufre y calla . . .
Resumes toda la elegancia triste
de una puesta de sol que se desmaya.

¡Mensaje blanco de las primaveras! . . .
¡Albura espiritual! ... ¡Oh! figulina
¡de ponerte a exhibir en las vidrieras! . . .

Porque eres grácil, impecable y fina;
al tocarte parece que tuvieras
fragilidad de porcelana china.


Ultravioleta

He llegado al más grave silencio religioso.
Despierto en un milagro fantástico de gemas. . .
Y el alma sigue urdiendo su telar misterioso
en el ritmo ideológico de las cosas supremas.

Escucharé mi dulce clavicordio sonoro.
Soy el príncipe rubio de un castillo lejano. . .
Mi vida, como esquife sonámbulo de oro,
se perderá en el ultravioleta de lo arcano.

Sé que la Esfinge de ojos hieráticos y graves
responderá a mi angustia con sus eternas claves.
Pero así tendré el vértigo supremo de la altura,

el placer exquisito de sentir que estoy solo;
y como un refinado sacerdote de Apolo
oficiaré en el viejo ritual de mi locura.


Bajo el otoño

El parque estaba húmedo, gris y convaleciente.
La tarde se hizo toda languidez femenina.
Y entre rosas de otoño, bajo la niebla fina,
iba por el sendero que enjoyaba el poniente. . .

Iba por un sendero de rosas. . . Lentamente
cubríala un ropaje de seda vespertina. . .
Y su elegancia regia de emperatriz latina
triunfó sobre mis mármoles de orfebre decadente!

Desde entonces prosigo mi viaje solitario
con los ojos abiertos sobre el devocionario
y el alma –con su niebla crepuscular– dormida.

Ella, como un recuerdo, sonámbula, se aleja...
Y una dulzura triste como de pena vieja
naufraga en los otoños celestes de mi vida...


 
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