José María Egúren,   Perú, 1874


Los reyes rojos

Desde la aurora
Combaten los reyes rojos,
Con lanza de oro.
Por verde bosque
Y en los purpurinos cerros
Vibra su ceño.
Falcones reyes
Batallan en lejanías
De oro azulinas.
Por la luz cadmio,
Airadas se ven pequeñas
Sus formas negras.
Viene la noche
Y firmes combaten foscos
Los reyes rojos.


El caballo

Viene por las calles,
a la luna parva,
un caballo muerto
en antigua batalla.

Sus cascos sombríos...
trepida, resbala;
da un hosco relincho,
con sus voces lejanas.

En la plúmbea esquina
de la barricada,
con ojos vacíos
y con horror, se para.

Más tarde se escuchan
sus lentas pisadas,
por vías desiertas
y por ruinosas plazas.


La sangre

El mustio peregrino
vió en el monte una huella de sangre:
la sigue pensativo
en los recuerdos claros de su tarde.

El triste, paso a paso,
la ve en la ciudad, dormida, blanca,
junto a los cadalsos,
y al morir de ciegas atalayas.

El curvo peregrino
transita por bosques adorantes
y los reinos malditos,
y siempre mira las rojas señales.


Las torres

Brunas lejanías...;
batallan las torres
presentando
siluetas enormes.

Áureas lejanías...;
las torres monarcas
se confunden
en sus iras llamas.

Rojas lejanías...;
se hieren las torres;
purpurados
se oyen sus clamores.

Negras lejanías...;
horas cenicientas
se obscurecen
¡ay, las torres muertas!


Los ángeles tranquilos

Pasó el vendaval; ahora,
con perlas y berilos,
cantan la soledad aurora
los ángeles tranquilos.

Modulan canciones santas
en dulces bandolines;
viendo caídas las hojosas plantas
de campos y jardines.

Mientras sol en la neblina
vibra sus oropeles,
besan la muerte blanquecina
en los Saharas crueles.

Se alejan de madrugada,
con perlas y berilos,
y con la luz del cielo en la mirada
los ángeles tranquilos.


 
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