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José Manuel Poveda, Cuba, 1888
Sol de los humildes
Todo el barrio pobre,
el meandro de callejas, charcas,
y tablados de repente,
se ha bañado en el cobre del poniente.
Fulge como una prenda falsa en el barrio bajo,
y son de óxido verde los polveros
que, al volver del trabajo, alza el tropel de obreros.
El sol alarga este ocaso,
contento al ver las gentes, los perros y los chicos,
saludarle con cariño al paso,
y no con el desdén glacial de los suburbios ricos.
Y así el sátiro en celo
del sol, no ve pasar una chiquilla
sin que, haciendo de jovial abuelo
le abrase a besos la mejilla.
Y así a todos en el barrio deja un mimo:
a las moscas de estiércol, en la escama,
al pantano, sobre el verde limo,
a la freidora, en la sartén que se inflama,
al vertedero, en los retales inmundos;
y acaba culebreando alegre el sol
en los negros torsos de los vagabundos
que juegan al base-ball.
Penetra en la cantina,
buen bebedor, cuando en los vasos arde
la cerveza, y se inclina,
sobre nosotros, a beber la tarde.
Pero entonces comprende
que se ha retrasado,
y en la especie de fuga que emprende
se sube al tejado.
Un minuto, y adviene la hora de esplín,
la oración misteriosa y sin brillo,
y el nocturno, medroso violín del grillo.
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