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Manuel Ortiz Guerrero, Paraguay, 1893
Del fuego eterno
Sobre las brasas vivas del amor, la esperanza,
arden como de aceites el dolor y el placer;
así la vida inflama su llama de luz, que danza
de júbilo ardoroso…¡El vivir es arder!
La llamarada alegre que danza, no se cansa
hasta que un día cualquiera, en que así debe ser,
las brasas se consumen y la vida se lanza,
volátil, hacia arriba… ¡Morir es ascender!
Loado una y mil veces este ardor que consume:
nos destila en rocío, nos liberta en perfume,
juramentos y deudas de pasión hace trizas,
los problemas del oro nos resuelve en cenizas,
y nos deja a los vivos la óptima enseñanza
de arder eternamente de amor y esperanza.
La cita
Por la puerta entreabierta de mi rancho de paja
entra la luna –hostia de mi sonambulismo–
y dentro de mis ojos su lividez se cuaja,
a modo de un asiduo fantasma de mí mismo.
Tras ella entra la Novia –madona o simple maja–
sus ojos fosforecen con luz de cataclismo,
con perlas dolorosas de lágrimas se alhaja,
y hay en su aliento el tufo terrible del abismo.
Al desnudarse el cuerpo, de núbiles cosquillas,
(en la caricia, diestro y en la machihembra, fuerte)
me deslumbra el teclado de sus blancas costillas,
y su vientre desierto…Era ella…¡la Muerte!
Tómame mi osamenta, si por eso te arrimas:
yo voy bajo los mirtos a recitar mis rimas.
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