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Manuel Magallanes Moure, Chile, 1878
¿Recuerdas?
¿Recuerdas? Una linda mañana de verano.
La playa sola. Un vuelo de alas grandes y lerdas.
Sol y viento. Florida la mar azul. ¿Recuerdas?
Mi mano suavemente oprimía tu mano.
Después, a un tiempo mismo, nuestras lentas miradas
posáronse en la sombra de un barco que surgía
sobre el cansado límite de la azul lejanía
recortando en el cielo sus velas desplegadas.
Cierro ahora los ojos, la realidad se aleja,
y la visión de aquella mañana luminosa
en el cristal oscuro de mi alma se refleja.
Veo la playa, el mar, el velero lejano,
y es tan viva, tan viva la ilusión prodigiosa,
que, a tientas, como un ciego, vuelvo a buscar tu mano.
Sobremesa alegre
La viejecita ríe como una muchachuela
contándonos la historia de sus días más bellos.
Dice la viejecita: «¡Oh, qué tiempos aquellos,
cuando yo enamoraba a ocultas de la abuela!»
La viejecita ríe como una picaruela
y en sus ojillos brincan maliciosos destellos.
¡Qué bien luce la plata de sus blancos cabellos
sobre su tez rugosa de color de canela!
La viejecita olvida todo cuanto la agobia,
y ríen las arrugas de su cara bendita
y corren por su cuerpo deliciosos temblores.
Y mi novia me mira y yo miro a mi novia
y reímos, reímos... mientras la viejecita
nos refiere la historia blanca de sus amores.
El barco viejo
Allá, en aquel paraje solitario del puerto,
se mece el viejo barco a compás de las ondas,
que tejen y destejen sus armiñadas blondas
en derredor del casco roñoso y entreabierto.
De la averiada proa cuelga un cable cubierto
de líquenes que ondulan cuando pasan las rondas
de los peces, clavando sus pupilas redondas
en el barco que flota como un cetáceo muerto.
Y el barco, que fue un barco de los van a Europa,
y que era todo un barco de la proa a la popa,
ahora que está inválido y hecho un sucio pontón,
sus amarras sacude y rechina y se queja
cuando ve que otro barco mar adentro se aleja
mecido por las olas en blanda oscilación.
¡No puedo darte más!
Le pedí una mirada, y al mirarme
brillaba en sus pupilas la piedad,
y sus ojos parece que decían:
¡no puedo darte más!
Le pedí una sonrisa. Al sonreírme
sonreía en sus labios la piedad,
y sus ojos parece que decían:
¡no puedo darte más!
Le pedí un beso, ¡un beso!, y al dejarme
sobre sus labios el amor gustar,
me decía su boca toda trémula:
¡no puedo darte más!
Le pedí en una súplica suprema,
que me diera su ser..., y al estrechar
su cuerpo contra el mío, me decía:
¡no puedo darte más!
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