|  |  | Manuel María Sama,   Puerto Rico, 1850
 
 
 Desde el mar
 
 ¡Madre!, deidad tutelar
 de mi purísimo amor,
 oye el humilde cantar
 que da a las brisas del mar
 el errante trovador.
 
 Oye del dulce instrumento
 las plácidas barcarolas
 que, en alas del sentimiento,
 mezcla a las notas del viento
 y el murmullo de las holas.
 
 Para cantarte, lugar
 digno me ofreció mi anhelo;
 lejos de mi patrio hogar,
 asunto me brinda el mar
 y cubre mi frente el cielo.
 
 Aquí la mente adormida
 despierta, y sube hasta Dios;
 aquí el amor nos convida;
 aquí, madre de mi vida,
 debemos hablar los dos.
 
 Hoy que mi tierra adorada
 se pierde en el horizonte,
 y en vano ansiosa mirada
 busca la cumbre elevada
 del más elevado monte.
 
 Hoy que en brazos del dolor
 miro con el corazón deshecho,
 y te llamo en derredor...
 comprendo todo tu amor
 que guardo dentro del pecho.
 
 ¿Y cómo madre, no amarte,
 y eterno culto rendirte,
 y templo en el alma alzarte,
 y como a Dios adorarte,
 y como a Dios bendecirte,
 
 Si eres tu el ángel divino
 que cubres de hermosas flores
 las zarzas de mi camino,
 tú el astro de mi destino,
 tú el amor de mis amores?
 
 ¡Ah! Si en mi pecho encendiste
 de la patria el fuego santo,
 tú la inspiración me diste,
 y amorosa recibiste
 de mi lira el primer canto.
 
 Tú el honor me hiciste amar,
 la caridad ejercer,
 y la virtud despertar...
 ¡Tú me enseñaste a rezar,
 tú me enseñaste a querer!
 
 ¡Mil y mil veces bendita,
 sea la madre dulce y tierna,
 que deja en el alma escrita
 una ventura infinita
 con una esperanza eterna!
 
 La que de mortal herida
 con besos el dolor calma,
 y gozosa y sonreída,
 nos da la mitad de su vida
 y la virtud despertar...
 
 ¡Bendita la que atesora
 bienes de eterna belleza,
 que luz de los cielos dora,
 y que por nosotros llora,
 y que por nosotros reza!
 
 ¡Ah madre!, a nada en mi anhelo,
 puedo mi amor comparar:
 miro el mar... al eter vuelo...
 y es más inmenso que el cielo,
 y mas profundo que el mar.
 
 Amor, que luz deja en pos
 como la noche rocío;
 tan grande, que sólo dos
 podemos guardarlo: Dios,
 y un corazón como el mío.
 
 No importa que suerte impía
 de tus brazos seductores
 me arrebate, madre mía;
 siempre serás mi poesía
 y el amor de mis amores.
 
 Siempre las plácidas brisas,
 del hijo que adoras tanto
 y que hoy ¡triste! no divisas,
 te llevarán las sonrisas
 y el perfume de su llanto.
 
 Y si la mar irritada,
 rompiendo el alma en pedazos,
 me ofrece tumba ignorada,
 sin contemplar tu mirada,
 sin reclinarme en tus brazos;
 
 No por el bien que yo adoro
 abrigues, madre, temor,
 enjuga el amargo lloro,
 que yo salvaré el tesoro
 de mi purísimo amor.
 
 
 
 |  |  |