Mariano Olivera Ubillos,   Uruguay


Clamor crucificado

Desprendido de otoño, ángel oscuro,
casi divino –sin embargo– y yerto;
jugando la ceniza de estar muerto
y el laberinto de su piel seguro.

Fruto de nube vegetal impuro
por la ficción del pecho descubierto.
Húmedo el torso del clavel abierto
en la mística fábula del muro.

Nada la noche retraer podía,
la extraña mano su pregunta hundía
en el rostro del aire fatigado.

Sólo dos sombras su respuesta urdieron:
el reloj y la ventura, que se fueron,
y otra vez el clamor crucificado.


Encadenado

Me estoy acostumbrando a vivir muerto,
con la palabra a media voz, perdida.
La mirada en la luz desvanecida
y el ademán anclado en lecho incierto.

En la avidez del mar que acata el puerto
y la implacable roca detenida.
La escocia de la frente contraída
y el pecho asido a su andamiaje yerto.

Con la verdad latente, fatigada,
la inseparable sombra lastimada
y el aire fraternal desdibujado.

Acaso urgido por vital desvelo,
me olvidé de la sangre de este suelo
y ahora asisto a su pulso, encadenado.


Ofrenda de la rosa

Entrañable prisión y verdadera
la curva de tu huerto en mi costado.
Ardentísimo el pecho enamorado
de tu lenta y desnuda enredadera.

Crecida calle y memorable espera
–testimonio del tiempo apresurado–
vehemente llama en el extremo dado
y milagrosa lluvia en la ribera.

Juego de muerte temporal, vivido.
Reducto de la magia renacido
y la breve manzana compartida.

Altos de eternidad; selva colmada.
En el cuarzo del mar la madrugada
y una rosa belén, recién nacida.


 
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