Octavio Pinto,   Argentina


El buey zarco

Es honda noche. El buey enloquecido ronda
la casa de la estancia; roncos perros le ochean,
con su mugir parece desarraigar la fronda,
y deshacer las fieles brasas que aun cuchichean.

Ahora se da la vuelta por el río. Sostiene
de su cuello un gran yugo –hiere el yugo la tierra–,
ya chapotea el agua; de pronto se detiene.
Es sólo para alzar un mugido que aterra.

¿Qué hierba le ha embrujado? ¿Qué luna, que sonido,
ha roto de sus pasos el ritmo de guerrero
con que ahuecaba el surco cabe el arado uncido?

Es el buey zarco de la estancia. Tambaleante
baja por los riberos, recorre el campo entero
siempre mugiendo sordo, como un trueno distante.


El niño del cuenco

Un niño en la ribera del río, estremecido,
con un pedernal raya la tosca piedra dura;
el claro instinto de arte por mi raza perdido,
hoy, en tus manos trémulas de pasado, fulgura.

Heme acercado –bárbaro– a la feliz criatura
para advertir el trazo que su mano ha pulido
sin querer profanar con mi avidez impura
su rito prehistórico gemelo del olvido.

Sobre la toba negra, Juichu, el niño, grabados
tiene tres dardos; brillan cual rayos en la noche...
¡cómo miran al cielo sus ojos deslumbrados!

Diríase que tornan desde una ingente mina
húmeda de tinieblas del inca Huiracoche,
y que vieran el rayo de oro que les fascina.


 
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