Oscar Echeverri Mejía,   Colombia, 1918


El poeta canta a su muerte

A la par que la vida me llegaste
-sin yo saberlo- un día ya lejano,
y por toda presencia, entre mi mano
tu inicial imborrable me dejaste.

Desde entonces te busco, sin que baste
mi anhelo de tu forma, sobrehumano,
pues cada vez el sitio es más arcano
de mi cuerpo, en que muda te ocultaste.

Yo sé que a veces por mi sangre pasas
y a su corriente efímera entrelazas
el ligero temblor de alguna estrella.

Y aunque en el sueño verte me parece
tu sombra al despertar se desvanece
y apenas en mi piel queda tu huella.


El niño

Tallo apenas del hombre, no se atreve
nadie contra tu suave omnipotencia.
Tu débil poderío sin violencia,
a tu menor deseo, el mundo mueve.

Con tu llanto la tierra se conmueve.
Haces de tus caprichos una ciencia.
Todo cambia en tu mágica presencia
si levantas tu mano blanda y leve.

Como un dios diminuto, te recreas
en destruir, pero en el acto creas
a tu arbitrio las cosas nuevamente.

Eres tan frágil como nieve y brisa
mas a la oculta fuerza de tu risa
el mundo se te rinde dulcemente.


Allí está ella

Donde haya un dolor o una querella
o haga falta la voz de la cordura;
donde se ansíe la corriente pura
del amor a la vida, allí está ella.

Si el corazón, atónito, se estrella
contra la sombra de la desventura;
si el alma se debate en noche oscura,
huérfana de esperanza, allí está ella.

Si hay anhelo de paz y de alegría,
si se persigue el don de la armonía
y el camino hacia Dios, allí está ella.

Si ya el torrente de la Fe no mana
y hace falta una fiel samaritana
con su pozo de amor ¡allí está ella!


 
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