Ricardo E. Molinari,   Argentina, 1898


Soledades

De ayer estoy hablando, de las flores,
de la fuerte agua, transparente y fría,
del alma, de la luna abierta, ¡oh mía!,
de un ángel dulce y solo en los albores.

De tantas noches secas y menores,
del perseguido bien sin alegría;
del aire, de la sombra y la agonía,
de lumbres, cielos y arduos pasadores.

De ti, tiempo llegado y desprendido,
que vas en mí y me dejas en velada:
solitario, desierto y sin sentido.

Y encima de ti, vida delicada,
cabello suave, quieto y advertido,
la muerte sueña y mueve su morada.


Día de espacio enamorado

Día de espacio enamorado. Espada
y nubes. Oh, mar mío presuroso:
celeste entre paredes, nemoroso
mar entreabierto. ¡Rama desvelada!

Luna y labio. ¡Ay, amor hundido –nada–,
ya en tu horizonte helado, codicioso
de muerte, de deseo fatigoso!
Eterno mío, flor desesperada.

Borde distante; mi otra vida sola,
perdida sin morir: huída quieta;
no, pluma y tierra; mar, espuma, ola.

Sombra suelta, sirena adiós, oído.
¡El mar, el mar! Sí, el mar, mar meseta:
solo con el amor, con el olvido.


Helada en su corona...

Helada en su corona de deseo
quién la verá, perfume de otro día,
ramo de aire perdido, todavía.
Espacio, luz de amor, lengua de aseo.

Terrible, incomparable, alta la veo
quebrar la espuma insomne –alma mía–,
en su sabor hallando la alegría,
el sonido, su flor; la voz de Orfeo.

Dura en su nieve, en su adiós de la tierra,
qué ámbito iluminado o noche ciega
la espera. Dónde irá el viento, su día.

Qué mar, qué luna; qué espejo la cierra
desdichado. ¡Qué río alto la riega
sin amargura y bebe su agonía!


 
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