Rolando Elías,   El Salvador, 1940


Del fusil y la rosa

Un aire me circunda o me traspasa.
Un aliento dulcísimo me embriaga.
Con una sensación desnuda y vaga,
porque la sombra alúmbrame la casa.

Y si pone en mi herida suave gasa
no hay fusil que la tronche ni deshaga.
Porque la rosa en su virtud de maga,
los ruidos del metal calla y rebasa.

Por eso está en mi mano, palpitante,
floreciendo la rosa en la desnuda
desnudez del asombro y del instante.

Y aquí se quedará mientras trasuda
–en la Hora terrible y acuciante–
sombra la muerte con su guerra cruda.


Asunción del poeta

No la cerca el perfume ni la espina
(esa espina que hiere como esquirla)
nada habrá que pretenda consumirla.
Tiene luz de la estrella matutina.

Luz de perpetuidad que no declina.
Rebrote del aroma. Al asumirla
el poeta, ya sabe como asirla
si con la frente grave se le inclina.

Así estará la rosa rediviva.
Así de tan sencillo, que al decirlo
por la sola palabra se reviva,

como revive en canto el dulce mirlo.
Y así se quedará libre o cautiva,
la rosa que al poeta ha de asumirlo.


La hora del poeta

La guerra estaba necia en su denuedo
de sangrar al país. Yo en mi retiro
sorbía sal de agónico suspiro,
mientras corría sangre por el ruedo.

Así el testigo fui de tanto miedo
sin esperanza casi, sin respiro.
Pero llegó la paz y en ese giro
señaló el horizonte con el dedo.

Y entonces el poeta fue quien dijo:
–viva la rosa ardida en su secreto–
que triunfa sobre el fuego avasallante.

La rosa de la paz, de la que es hijo
este poema en forma de soneto
que celebra la aurora de ese instante.


 
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