Rudolfo Figueroa Guillen,   México


En el paseo

Reclinada en el fondo del carruaje
escuchó de la turba el clamoreo
que en señal de respeto y vasallaje
elevaba a la reina del paseo.

Impasible y serena ante el murmullo
de admiración que su belleza arranca,
fiada en la pompa de su regio orgullo,
¡qué hermosa estaba con su veste blanca!

Pasaba con sus ojos altaneros
imponiendo a la plebe sus grandezas
y a sus pies se agitaban los sombreros
de aquel mar insondable de cabezas.

Cuando a mi lado la moderna
gracia Ostentó triunfadora sus blasones.
Hollando nuestra santa democracia
me mancharon de espuma sus trotones.

Y ví a lo lejos flamear su traje
seguido del confuso clamoreo,
hasta que al cabo se perdió el carruaje
en la nube del polvo del paseo.


Adios

¡Se fué el vapor!... en sin igual batalla
la hélice entró con las hirvientes olas;
y te llevo gloriosa y en la playa
me dejó con mis lágrimas a solas.

Se fué el vapor, y mi letal tristeza
al despedirse, la insultó violento,
arrojando a la orilla con fiereza
las bocanadas de su negro aliento.

Y al celebrar la máquina potente
esa victoria con triunfal rugido
otro grito de amor, triste y doliente
se alzó del fondo de mi pecho herido.

¿Lo escuchates? Tal vez!... sobre cubierta
un blanco lienzo desplegó la brisa,
y distinguí su agitación incierta
como el ala de un ave que agoniza.

Después la barca su caudal de espuma
trazó en aquella inmensidad ignota,
y semejó al perderse entre la bruma
la silueta gentil de una gaviota.

¡Oh! tú no sabes lo que entonces lleva
cuando así nos agobian los pesares,
una columna de humo que se eleva
en el confín remoto de los mares.

Aquellas espirales para el cielo
llevaron mi esperanza y mi alegría,
pues para siempre entre su espeso velo
te envolvieron tal vez, amada mía.

¡Adios!... que nunca nuestro amor se vaya
como esa nube que tu barco arroja,
y que sepas guardar lo que en la playa
me dijiste, temblando de congoja.


 
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